Érase una vez un hombre que no sabía qué decir. Las palabras se le amontonaban revoltosas en la boca y, si salían, se armaba "la de San Quintín". Algunas eran rápidas, agresivas, pugnando por salir. Querían ser las primeras a toda costa, sin sentido, sin orden, sin pausa en su devenir. Otras rara vez salían, eran extrañas, tímidas, tranquilas, profundas, con contenido y raíz. Este hombre callado era un paria en un mundo de palabras hostil. Había observado que esta enfermedad contagiosa se extendía del uno al otro confín. Todos querían decir algo aunque las palabras no existieran de por sí. Así, caminaban exhaustos de tanto que decían, sin nada que decir. Les faltaba el aire pues la respiración, antes poderosa, no tenía hueco entre tanto desparrame de prisas, y se sentía morir. Las bocas se habían vuelto grandes y tragaban y soltaban sin darse tiempo a digerir. Nuestro hombre, de boca pequeña, era un insulto para muchos que cuando sentían su silencio huían, por miedo a que sus bocas no se volvieran a abrir. Estaba solo, sí, pero era feliz. Él susurraba, cantaba bajito, y su melodía se empezó a expandir. Sentía que hablar poco era la llave para decir mucho y poder de verdad vivir. Ese suave susurro empezó a encantar a muchos y las bocas no tuvieron otro remedio que empezar a cerrarse por fin. En el caminar de la vida la gente de silencio destacaba por todo lo que tenían que decir. Sus palabras, escasas y certeras, jamás se peleaban por salir. Nuestro hombre de no decir nada pasó a decirlo todo y sus palabras, que siempre fueron pocas, eran caricias que gustaba recibir. De paria pasó a maestro, maestro del no decir. Desde entonces, todos hablamos desde el silencio, y cuando el silencio se ha ido, nos callamos, para así poder sin palabras decir: "Querido silencio soy tu amigo. Ven conmigo. Estoy aquí".
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