No te inquietes porque muchos de los que pronuncian tu nombre no te entiendan.
Yo no pronuncio tu nombre, pero te entiendo.
Te señalo con alegría, oh, camarada, y te saludo, y saludo a cuantos han estado y están contigo, y también a los que vendrán, para que todos trabajemos juntos y transmitamos la misma carga y la misma herencia,
nosotros, pocos e iguales, indiferentes a los territorios, indiferentes a las épocas,
nosotros, que abarcamos todos los continentes, todas las castas, que permitimos todas las teologías,
compasivos, perceptivos, vínculo de los hombres,
caminamos en silencio entre disputas y afirmaciones, pero no rechazamos a los que disputan, ni nada de lo afirmado;
oímos el griterío, el estruendo; nos llegan de todas partes las discordias, las rivalidades, las recriminaciones:
se echan perentoriamente sobre nosotros y nos acorralan, camarada,
pero nos desasimos, y recorremos, en libertad, todos los caminos de la tierra, en todas las direcciones, hasta inscribir nuestra marca imborrable en el tiempo, en las diversas épocas, hasta saturar el tiempo y las épocas, para que los hombres y mujeres de las razas y edades futuras sean hermanos y amantes, como lo somos nosotros.
(Walt Whitman. Riachuelos de otoño, de su libro Hojas de Hierba.)

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