Era una máquina, no lo sabía, se había convertido en un replicante de la vida. Un fiel reflejo de una humanidad perdida. Bien ajustado al molde. Abanderado de una ignorancia repartida. Todo estaba estructurado. No tenía salida. Sus programas respondían con eficacia a unas necesidades ficticias. Y él, perdido, seguía replicando por una libertad desconocida. Enarbolando pancartas de igualdad. Defendiendo proclamas mil veces defendidas. El sistema operativo lo mantenía en la lucha, en la guerra contra sí mismo, que de antemano perdía. Lo suyo era pelear. ¿Contra qué? ¿Contra quién? ¡Qué más da! La batalla era el estado donde permanecía. Y así, luchando sin cesar, desgastó su armadura, su espada, y hasta sus razones más combativas. Dejó de pensar. Su programa entró en barrena colectiva. Dejó de funcionar. La lucha cesó y la paz inundó su vida. La máquina colapsó, recuperó la iniciativa. Volvió a ser humano. El replicante fue retirado. Las banderas no existían.
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