En la inmensidad del infinito una pareja decidió establecer su compromiso. Él se convirtió en el mundo para ella, en su mundo y en todos los posibles mundos manifestados y por manifestar. Allá donde ella se encontraba él hacía acto de presencia. Inseparablemente unidos no tenían fin ni principio, fundidos en un Amor jamás descrito. Ella, por su parte, era la eterna compañera, todo lo que existía y dejaba de existir pasaba por su manto de dicha, y él, extasiado ante la contemplación de lo sublime, no podía más que entregarse a la realización de su eterna compañía. Juntos decidieron expresarse, y lo infinito se volvió palpable. En cada acto, en cada cosa creada, la singularidad de su poder creativo llenó la existencia de sencillas complejidades, que no eran entendibles, pero si experienciables. Inventaron el vivir como único objetivo en una eternidad inabarcable, y siguieron derrochando creatividad a raudales. Cuando algo parecía acabar, otro ciclo tomaba el relevo para seguir integrando las partes. Así descubrimos la totalidad, que se hallaba presente en cada nimiedad, en cada acontecimiento, por mucho que quisiéramos calificarlo como no relevante. En este existir, donde el amor era la única condición indispensable, todo se volvió gozo, el disfrute era inevitable. Y comprendimos por fin, que en la esfera de la eternidad, esta pareja estaba en todas partes, pues el Todo y la Nada, nunca podrían separarse.