La libertad,
esa gran dama maltratada,
está deprimida.
Se siente ignorada, abandonada,
a ninguna reunión es llamada.
Y aunque muchos se llenan la boca,
pretendiendo ser sus leales consortes,
la auténtica realidad
es que ni siquiera la conocen.
En muchos lugares es publicitada,
con un disfraz de mona amaestrada,
y las gentes inocentemente creen
que es su compañera de almohada.
Lo que abunda es la división,
la imposición de unas reglas marcadas,
donde las mentes sometidas siguen esclavas.
Y, mientras tanto, nuestra dama libertad
llora desconsolada,
porque ve que se ha perdido
su presencia soberana.
El daño ya está hecho,
está a punto de ser asesinada,
sólo aquellos que mueran de amor
podrán resucitarla.
Pero nadie está dispuesto a morir,
morir a una muerte anunciada,
para vivir de verdad,
sin miedos, sin solidaridades acomodadas,
sin justificaciones mentales que ensucian las palabras.
El silencio es la última morada.
Allí la libertad se recupera de esta vida devorada.
Allí puedes soñar con la nada.
Y de esos mimbres nacerá una nueva libertad,
recuperada, sin leyes, sin coacción,
sólo la ley del amor manifestada,
donde una nueva humanidad
habrá dado muerte a la ignorancia.