con una flor en su centro.
Esta flor era la más grande,
la más grande del mundo entero.
Su belleza perturbadora
dejaba al visitante perplejo.
Su brillo de tal magnitud
que al verla quedabas ciego.
Aquella flor sin parangón
tenía, no obstante, su misterio.
No todo el que pasaba por el jardín
podía entenderlo.
Algunos pasaban de largo,
como si aquello no fuera con ellos.
Otros, deslumbrados,
sus pasos detenían,
en ese mismo momento.
La diferencia era sutil,
tener ojos para verlo,
ya que los ojos físicos
no podían ver lo etérico.
Era un inmenso jardín,
sin vallas, límites, ni excesos.
Todo tenía su justo lugar,
naturalmente, sin aspavientos.
La hermosa flor central
emitía, sin cesar, su aliento:
"La belleza que véis en mí
es la vuestra, yo os la reflejo".
Y aunque el camino para llegar allí
no existía en ningún plano concreto,
todos llevamos un jardinero dentro,
y cada vez con más asiduidad
contemplamos esa flor,
esa maravillosa flor que está ahí,
justo en el centro.