El hombre parloteaba,
palabra tras palabra,
sin importar la temática.
En su afán de opinar
jamás callaba,
hablar era su estampa.
Su boca se agrandó,
sus oídos no escuchaban,
empequeñecían su alma.
Su lengua inquieta
parafraseaba sin pausa.
Idea tras idea,
sin reflexión ni alabanza.
Era tal su adicción
a opinar sin sustancia
que cualquier signo de silencio
le asustaba.
Para él quedarse mudo
era algo aterrador,
lo mataba.
Un día en el espejo se miró
y vio mil bocas en su cara.
Sus oídos habían huido,
ya no estaban.
Decidió entonces cambiar,
quitarse la careta que llevaba.
Los oídos volvieron a crecer,
la boca se hizo pausada.
Y pudo al fin hablar,
con las palabras exactas.